jueves, 27 de marzo de 2014

SALVADOR DE CLAUDIO CASAS


 
Cuando nació Salvador, los padres tuvieron una gran alegría, lo esperaban con ansias.

Tardaron mucho en elegir su nombre.

Pongámosle Santo, no mejor Narciso, ¡ay!, estoy entre Primo o Perfecto.

Príncipe, ¿no te gusta?

Así, hasta ser Salvador.

Todo lo hacía bien. Año tras año.

Si se caía, los padres reñían al suelo;

Si se equivocaba, era porque no le habían explicado bien.

Si algo fallaba en la escuela, iba pronto a otro colegio.

Si se cortaba, eran malos los cuchillos.

Se pinchó y se acabaron los rosales en la casa.

Más adelante pasaron más cosas.

Una novia lo dejó de querer y buscaron un abogado (que, ¡claro! inició un expediente).

Una vez lo echaron del trabajo, pero fue por la globalización.

Se divorció luego de graves conflictos de pareja. La culpa era de ella.

Le engatusó. Le engañó. Le hizo creer lo que no era.

Salvador rompió su coche en un bache. Claro, si a los coches los hacen cada vez más frágiles.

Salvador se quedó sin amigos. Porque la gente no se quiere comprometer en relaciones profundas.

Salvador tiene problemas pulmonares, pero no es por fumar, sino porque es genético.

Él es bárbaro, es exitoso, porque siempre acierta, todo lo hace bien. Le pasó la corriente, pero la culpa fue del enchufe.

Salvador, Salvador tiene un solo defecto. Salvador es bajito.

Mide cincuenta centímetros, lo mismo que al nacer.

Salvador no creció.

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